Arnaldo Rojas
Imagina por un momento que caminas bajo el sol y tu silueta no se proyecta en el suelo. Nada te sigue, nada te refleja, un cuerpo sin reflejo, sin sombra, ¿Aún serías tú? A veces olvidamos que no solo lo visible nos define, sino también lo que ocultamos, aquello que cargamos a nuestras espaldas sin darnos cuenta.
Esta idea es explorada magistralmente en la novela «El Hombre que perdió su sombra» (1814), del escritor alemán Adelbert von Chamisso, donde cuenta como Peter, el protagonista, a cambio de un cofre con una inagotable cantidad de oro, le vende su sombra a un personaje misterioso: el Hombre de Gris. El trato parece beneficioso, pero pronto descubre que el mundo no perdona a quien ha renunciado a su lado oscuro.
Peter se convierte en un hombre rico pero, al no tener sombra, es rechazado por el resto de las personas y debe refugiarse en la penumbra de su mansión. Rechazado por la sociedad, incapaz de amar y vivir en plenitud, se convierte en un prisionero de su decisión. No porque haya elegido la fortuna material, sino porque entregó algo más profundo, su identidad proyectada, su presencia en el mundo tangible. Peter quiere recuperar su vida anterior, sencilla y feliz. Busca al misterioso Hombre de Gris (una especie de diablo elegante) quien le ofrece devolverle su sombra a cambio de su alma, Peter elige el camino más difícil, el de vivir sin sombra pero con alma.
Curiosamente, es en ese estado de pérdida donde Peter encuentra otra forma de plenitud, ya que decide alejarse de la sociedad para explorar la naturaleza, busca entender el mundo desde otro punto de vista y reconciliarse con su verdadero ser. Se enferma, comienza a debilitarse y cuando esto sucede, la gente que antes lo rechazó por su falta de sombra, deja de temerle. Como si al ver su fragilidad, olvidaran su rareza. Como si, por fin, el amor y la compasión pudieran filtrarse por la rendija que deja una sombra ausente.
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