(Por: Arnaldo Rojas)
.-Hay tantas cosas que forman parte de nuestra vida cotidiana y pasan desapercibidas, olvidamos que tienen su historia. Una de ellas son los bolsillos, que parecen un detalle menor en la ropa, pero a lo largo de su existencia de siglos han cargado mucho más que objetos: han llevado consigo símbolos de clase, género y poder. Su evolución refleja y reinterpreta las estructuras sociales, tanto en la moda como en los uniformes de trabajo.
Los bolsillos tienen su origen en las bolsas que se ataban a la cintura en la antigüedad y la Edad Media para llevar objetos. Con el tiempo, estas bolsas se cosieron a la ropa. En los siglos XVII y XVIII, los bolsillos femeninos eran bolsas atadas a la cintura y escondidas bajo las faldas. Un espacio privado, pero invisible. En cambio, los hombres los llevaban cosidos en chalecos y pantalones, visibles y prácticos. Esa diferencia marcaba una frontera: lo oculto para ellas (símbolo de dependencia), lo abierto para ellos (más independencia, más libertad de movimiento). Desde entonces, los bolsillos no eran neutrales: eran un reflejo de desigualdades sociales y de género.
Con la industrialización en el siglo XIX, la ropa de los obreros se transformó para responder a necesidades prácticas y urgentes. Los bolsillos se hicieron más amplios, más numerosos, capaces de sostener herramientas, llaves y cualquier objeto indispensable durante largas jornadas de trabajo. Cada bolsillo era una extensión de la vida diaria, un espacio para cargar con lo necesario porque la realidad del trabajador no le permitía depender de otros ni de servicios externos: tenían que ser autosuficientes.
Sin embargo, esa misma utilidad fue vista como “antiestética” por las clases más altas. No era que la forma del bolsillo fuera fea, sino que su excesiva visibilidad y tamaño se asociaba con el trabajo manual, la vida dura y la necesidad constante de portar objetos a mano. Los burgueses, en contraste, vivían en contextos donde su vida cotidiana no requería tanta funcionalidad: sus bolsillos eran pequeños, discretos, casi ornamentales, porque no necesitaban cargar llaves o monedas constantemente. Su ropa priorizaba la estética, el lujo y la exhibición de estatus sobre la practicidad.
De tal manera que los bolsillos de los obreros se convirtieron en un símbolo de bajo estatus: visibles, numerosos y funcionales, hablaban de trabajo físico, esfuerzo y necesidad; mientras que los bolsillos discretos de la élite señalaban comodidad, privilegio y “buen gusto”. Lo práctico se veía como vulgar, lo ornamental como refinado, y cada bolsillo se transformaba en un marcador silencioso de posición económica y social.
El siglo XX cambió por completo el significado de los bolsillos. Tras la Segunda Guerra Mundial, los soldados regresaron con uniformes llenos de compartimentos que, al integrarse a la vida civil, mezclaron funcionalidad con moda. El modo de vestir urbano y obrero, antes visto como símbolo de bajo estatus, empezó a ganar presencia en calles y ciudades.
Subculturas como el hip-hop, el punk y el grunge adoptaron pantalones cargo, chalecos y chaquetas con múltiples bolsillos como un gesto de rebeldía, identidad y autenticidad. No eran solo útiles: eran una extensión del estilo y la actitud.
A finales del siglo pasado, la alta costura reinterpreta esta funcionalidad. Diseñadores como Jean-Paul Gaultier, Junya Watanabe y Balenciaga incorporan bolsillos grandes y visibles en sus colecciones, transformando lo que antes señalaba trabajo manual en un símbolo de estilo y poder. Gracias a la magia del mercadeo, los bolsillos dejaron de ser sinónimo de pobreza para convertirse en un símbolo fashion, por supuesto siempre buscando llenar de grandes ganancias los bolsillos de las empresas de ropa.
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